FIN DEL MUNDO
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  El mundo es una criatura contingente. Quiere ello decir que es realidad material que y, por lo tanto, no puede ser eterna. Comenzó a existir y su proceso de transformación no puede durar para siempre. En lo físico, hay una transformación constante de la materia que alguna vez tiene que llegar al final, a pesar de todas las teorías que dicen que en la naturaleza "nada se crea y nada se destruye".
   Es difícil asumir racionalmente que esa transformación, que tuvo principio por la creación, no tendrá fin por algún modo de culminación, por prolongada que la pueda suponer nuestra fantasía.
    En lo metafísico y cosmológico, algo dice a la razón que la eternidad no es compatible con la materialidad. Si la materia y la energía tuvieron principio, tienen que culminar de alguna forma. Difícilmente una teoría física o cosmoló­gica puede asumir una transformación eterna de la energía en materia y de la materia en energía, si ambos conceptos no los identificamos con el ser real de los seres grandes (macrocosmos) o pequeños (microcosmos).
    En Teología no nos interesan las teo­rías físicas. Da igual la alternativa del Big-bang de Hopkings y otros astrónomos, el principio de indeterminación de Heisenberg, o el relativismo de Eistein o de los físicos relativistas de variado signo que han emitido opiniones.
    Con la religión revelada es compatible cualquier forma científica y cosmológica, salvo la divinización de la materia al hacerla infinita por su duración eterna.
    Si es continua o progresiva la evolución y su camino hacia su final, es cuestión que se escapa a la consideración de las diversas religiones o filosofías que lo han tratado de explicar de las más diversas formas y con múltiples mitologías.
    En Teología interesa sólo lo que pueda decir la razón sobre la realidad del mundo y lo que de alguna forma se halla comunicado por Dios en la Revelación. Y en este sentido, los único que sabe­mos es que fue creado por Dios de la nada, y sospechamos que habrá de lle­gar el final del universo, el final del planeta tierra en el que habitamos, el final de la humanidad, en cuanto conjunto de seres inteligentes que la componen.

   1. Formulación cristiana

    La religión cristiana afirma que el mun­do actual perecerá en "el último día" o en "los últimos tiempos".  Es expresión que, dentro de la variedad de formas y término, indica la certeza de un fin, de que llegará un día (o momento) en que el mundo ya no existirá, al menos con las leyes físicas que hoy rigen. Lo afirmaron los primeros cristianos y los decimos hoy en la Iglesia.
    Ese final no es un castigo, sino un hecho natural. El mundo es contingente. Tiene que terminar alguna vez. Cada hom­bre es limitado en su existencia en la tierra y los hombres, colectivamente considerados, también caminan hacia el un final de la humanidad.
    La idea cris­tia­na del juicio final presu­pone que en llega­rá un día en que toda la huma­nidad habrá concluido su peregrinación por el mundo, tanto por este planeta que llamamos tierra como por los demás astros o mundos que los hombres pudieran poblar mediante su conquista del espacio.
    Con cualquier teoría o forma de entender el fin del cosmos, se puede perfilar la idea de que el proceso temporal habrá llegado a su terminación. Sencillamente dicho, el tiempo se habrá concluido: pueden pasar millones de años o sólo unas centenas antes de que eso suceda. Pero no hay duda de que acontecerá: "el tiempo se acabará" y el hombre terminará por desaparecer. Y, con el hombre, poco o mucho después, también la materia habrá llegado a su fin. Es a lo que llamamos "el final del mundo".
    Los antiguos apenas si pudieron sos­pechar este final con las claves científicas, astronómicas y físicas que hoy poseemos. Sí formularon teorías filosóficas. A veces se resistían a aceptar esa destrucción y redactaron mitologías cosmológicas, al estilo de los estoicos, que hablaban de un "ciclo eterno" del mundo, con procesos perpetuos de ruina y de resurgimiento. Pero eran frutos más de la fantasía que de la compren­sión objetiva de la naturaleza y de la materia.
    También en tiempos antiguos se resistieron a admitir el final del mundo los maniqueos, gnósticos y origenistas, que hablaron de un fin provisional y de una "restauración" para que el mundo no desapareciera nunca. Orígenes suponía que Dios no puede destruir lo que ha creado, pues sería imperfección suya el aniquilar su propia creación.
   Ninguna de estas opiniones son afirmaciones científicas compatibles con las enseñanzas cristianas. Los modos de hablar del Evangelio son cronológicamente finalistas. El mundo presente tendrá un final, no sólo simbólico sino real, aunque no podamos saber si está lejano o cercano, si será traumático o pacífico. "En cuanto al día y a la hora ni los ángeles del cielo ni el Hijo del hombre lo saben; sólo el Padre." (Mt. 24.36)

 

    2. El final en la Biblia

    De acuerdo con la forma de hablar del Antiguo Testamento (Salm. 101. 27; Salm. 18.8; Salm. 34. 5), Jesucristo anunció también la destrucción del mun­do actual.
    Usan­do el lenguaje apocalípti­co de los Profetas (Is. 34. 4), el Señor predijo catástrofes cósmicas: "Luego, después de la tribulación de aquellos días, se obscurecerá el sol, la luna no dará su luz, las estrellas caerán del cielo y las columnas del cielo se conmoverán." (Mt. 24. 29). Pero no lo presentó como ame­naza de castigo, sino ocasión de con­suelo. "Entonces enviará a los ángeles con la trompeta y reunirá a los elegidos." (Mt. 24.31)
    Así culminará la gran promesa del Señor: "Yo estaré con vosotros siempre, hasta la consumación del mundo." (Mt. 28. 20). Sus palabras se cumplirán hasta el último instante del universo. Fue aviso serio y contundente: "El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán."
    Los Apóstoles lo entendieron y lo transmitieron a sus seguidores. San Juan contempló en visión la ruina del mundo: "Ante la faz del Juez del univer­so, huyeron el cielo y la tierra, y no dejaron rastro de sí." (Apoc. 20. 11). Y San Pablo dio el siguiente testimonio: "Pasará la figura de este mundo." (1 Cor. 7. 31 y 15. 24).
    San Pedro predijo la destruc­ción del mundo por el fuego: "Vendrá el día del Señor como ladrón, y en él pa­sarán con estrépito los cielos, y los elementos, abrasa­dos, se disolverán, y asimismo la tierra con las obras que hay en ella" (2 Petr. 3. 10). La idea de que perecerá bajo el poder del fuego, que se encuen­tra con frecuencia aun fuera de la revelación bíblica, tal vez fue expresión de uso corriente que sirvió de ropaje literario a la esperanza de la salvación final.

   3. La Tradición eclesial

    En la tradición cristiana es frecuente hallar testimonios y afirmaciones claras sobre la ruina del mundo.  El autor de la Epístola de Bernabé co­mentó que el Hijo de Dios, después de juzgar a los impíos, "trans­formará el sol, la luna y las estre­llas." (15. 5). Tertuliano habló de un incendio del universo, en el cual "se consumirá el mundo, hecho y a viejo, y desaparecerán sus criaturas." (De Spect. 30).
    Y los comentarios antiguos se pueden multiplicar, pues en la Historia de la Iglesia siem­pre hubo una inquietud especial por el final de los tiempos y se exploró, con cierto temor, lo que supondrá.

    La llegada del Juez al final de la Historia será un motivo de temor sólo para los malos. Los buenos sentirán el gozo del triunfo de Cristo como propio: "Cuando suceda esto, alegraos entonces y cobrad ánimo, pues llega el momento de vuestra liberación." (Lc. 21.28).
    Los teólogos no pudieron aportar con seguridad ni datos científicos ni datos revelados precisos, sino comentarios siempre dependientes de la facili­dad imaginativa de cada uno. La reflexión no puede ir más allá de la certeza del he­cho. Las demás ocurrencias son hipótesis y éstas valen si los datos reales en que se apo­yan son objetivos. Ni la ciencia ni la revelación permiten saber nada seguro sobre el modo con que perecerá el universo.
    En los tiempos recientes se ha especulado con la posibilidad de que sea el mismo hombre con sus ingenios destructivos el que pueda protagonizar su pro­pia ruina, por ejemplo con el uso insensato de la energía nuclear y sus imprevisibles efectos arrasadores.
    Ningu­na razón hay que pueda contradecirlo; pero nada apoya el que pueda ser afirmado. Sólo queda la duda de si llegará para tanto su capacidad arrasadora y la seguridad de que, por grande que fuera su locura, sólo afectaría a un punto minúsculo del cosmos. Sin embargo cuando hablamos del fin del mundo, pensamos en todo el universo: las estrellas, las galaxias, las energías y las materias.
    De lo que no cabe duda es que nada acontecerá si Dios, con su infini­ta Providencia, no lo permite. La ciencia dice que es posible la autodes­truc­ción de este planeta tierra con los inventos incon­trolados de los hombres o que pue­de acontecer una destrucción por algún agente externos al mismo planeta: un cuerpo extraño que llegara o una alteración sustancial de sus variables físicas o biológi­cas. Pero nada dice de la presen­cia de Dios en esos acontecimientos. Eso sólo lo dice la Teología y ella dice que "ni un cabello de vuestra cabeza caerá en tierra sin que lo disponga vuestro Padre celestial". (Mt.10.29)
   Con todo, es bueno en la educación de los hombres aprender a leer los productos fantasiosos de que hacen gala determinados espectáculos audiovisuales: filmes y seriales sobre invasores extraterrestes, movimientos terroristas cosmodestructores, mutaciones genéticas que pueden aniquilar la humanidad actual, etc. Incluso en lenguaje científico, esas ficciones son ingenuas. Conviene enseñar, sobre todo al niño y al joven, a pensar que, por encima de tales fingimientos, se hallan los planes divinos más fuertes que los inventos humanos.

 


 
 
 

 

 

   

 

 

 

 

  4. Renovación del mundo

   A pesar de la claridad con que el pensamiento cristiano habló siempre del fin del mundo por haber consumado su ciclo creacional, siempre hubo algo que movió a pensar en algún tipo de permanencia. Latió en los testimonios la sospecha de alguna manera de renovación, que no fuera la total destrucción de tantas maravillas cósmicas.
   Se buscaron algunos textos bíblicos que dejaran algún resquicio a cierta restauración o renovación después de que pasara el último día.
   La idea de ese "día posterior" está en textos de Isaías, que afirmó que habría "un otro cielo y otra tierra: porque voy a crear cielos nuevos y una tierra nueva." (Is. 65. 17; 66. 22). Con la imagen de la prosperidad terrena, describe el Profeta la dicha inmensa que reinará en un mundo nuevo para los justos de Israel. (65. 17-25).
   También se sospechó que el mismo Jesús habló de alguna forma de "regeneración" del mundo: "En verdad os digo que vosotros, los que me habéis seguido, cuando todo se haga nuevo y el Hijo del hombre se siente sobre el trono de su gloria, os sentaréis también sobre doce tronos para juzgar a las doce tribus de Israel." (Mt. 19. 28)
   Y se interpretaron textos paulinos, que aluden a que toda la creación se contaminó con la maldición del pecado, y que espera redención, de modo que "las criaturas serán también libertadas de la servidumbre de la corrupción para participar en la libertad de la gloria de los hijos de Dios". (Rom. 8. 18-25).
    San Pedro, al mismo tiempo que anunció que el mundo perecerá, afirmó que han de surgir "un cielo nuevo y una tierra nueva, donde more la justicia". (2 Petr. 3. 13). La frase "la restauración de todas las cosas" (Hech. 3. 21) se entendió también en este sentido de la renovación del mundo. Del mismo modo que la idea de San Juan que hace una descripción alegórica del "nuevo cielo y la nueva tierra", cuyo centro será la Nueva Jeru­salén bajada del cielo y el Tabernáculo de Dios entre los hombres: "El que está sentado sobre el trono habla así. "He aquí que hago nuevas todas las cosas." (Apoc. 21. 18)
    Al margen de lo que signifique este abanico de expresiones intuitivas, y tal vez simbóli­cas, de la Escritura, la sospecha de una restauración física o cosmológica carece de sentido en la comprensión teológica del universo. Habremos de entender que el espacio y el tiempo son realidades creacionales y, terminado el mundo, no tiene sentido jugar con la fantasía de su posterior existencia.
    Es cierto que teólogos como San Agustín insistieron en que el mundo actual no quedará destruido por comple­to, sino únicamente transformado: "Pa­sará la figura, no la naturaleza" (De Civitas Dei XX. 14). Y afirmó que las propiedades de ese posible mundo nue­vo "estarán adaptadas al modo de existir de los cuerpos glorificados". (De Civitas Dei XX 16). Pero nada podemos afirmar con rigor al respecto.
    Santo Tomás proclamó "la renovación" del mundo por la finalidad de éste, que es servir al hombre. Como el hombre glorificado ya no necesi­tará el servicio que puede ofrecerle este mundo actual, que consiste en procurarle el sustento de la vida corporal y en avivar en su mente la idea de Dios, parece conveniente que, juntamente con la glorificación del cuerpo humano, se produzca también "la glorificación todos los demás cuerpos naturales para que así puedan adaptarse mejor al estado del cuerpo glorioso." (Suppl 16. 1; 74. 1)
   La consumación y terminación del  mundo significará el final de la obra de Cristo: su misión terrena estará ya cum­plida y comenzará su reinado celeste, "el reinado a Dios Padre." (1 Cor. 15. 24). Por eso, más que "fin del mundo" será "inicio del Reino perfecto de Dios, reino que constituye el fin último de toda la creación y el sentido supremo de toda la historia humana.

   5. Cómo hacer esta Catequesis

   Se corre el riesgo de convertir el fin del mundo en un tema sorpresivo y misterioso, cuando de lo que se trata es de resaltar en su presentación el carácter contingente de las criaturas en relación con la grandiosidad de Dios. La evolución de los seres humanos presupone un comienzo y un final. Por lo tanto hay que presentar con serenidad y honestidad la limitación de todo lo creado y humano.
   Se debe resaltar de alguna forma el abanico de grandes principios de sentido común y el eco de las enseñanzas evangélicas que se advierte en el trasfondo de la idea del fin del mundo
   Las grandes ideas iluminadoras de una buena catequesis pueden condensarse en las siguientes:
      - La supremacía de Dios, que es el Creador y ha querido hacer un mundo limitado en el tiempo y en el espacio, debe resaltar ante todo. Al señalar su final, se acredita como Señor del Univer­so y refleja la grandiosidad de su eternidad, de la cual vamos a participar sus criaturas inteligentes: ángeles y hombres. Sentimientos de agradecimiento sincero nos debe invadir a los mortales.
     - La limitación terrena, en lo que su duración se refiere, nos debe ayudar a ver el mundo como lo que es: una criatura limitada que en ninguna forma se la puede comparar con el Creador.
     - El triunfo de Cristo hombre es lo que se halla detrás de esa terminación del mundo y de su historia cósmica. En ese mundo se asentó la humanidad. Al llegar a su fin, tanto la una como aquel, resaltará el triunfo de Cristo, hombre Dios, cuya "apoteosis" será para toda la eternidad. Los catequizandos pueden captar esta dimensión maravillosa de Jesús y entender poco a poco que el fin del mun­do es el emblema del encumbramiento de todos los demás hombres, quienes, salvados por su redención, reinarán con El por los siglos.
     - La aceptación de ese misterio no es difícil desde la madurez de los 14 ó 15 años. Sí resulta  incomprensible en edades anteriores. Para los pequeños puede resultar excesivamente especulativo, habiendo otros aspectos más cercanos, familiares y cotidianos de Jesús.
     - Pero puede servir para despertar la confianza y la esperanza en el más allá. Saber que resucitaremos un día y tener cierta intuición de nues­tra eterna trascendencia se convierte en una de las llamadas "verdades eternas" por la ascética tradicional. Y son esas verdades eternas las que ponen peso y dan profundidad a nuestra mente versá­til, la cual prefiere el gusto por lo visible y lo inmediato, pero sólo se llena de valores definitivos cuando se nutre de ideas eternas.
    - El sentido de la eternidad se convierte así en eje de la catequesis propia de las edades maduras. Debería ser un tema o rasgo que, sobre todo en una catequesis de confirmación, no debería faltar nunca. La eternidad da solidez a la formación de la conciencia. Si se olvida o menosprecia en un plan de educación cristiana, todo se tiñe de fugacidad, de provisionalidad y de superficialidad.
    S. Cirilio de Jerusalén decía para sus catecúmenos: "Gracias al pensamiento de la eternidad, en los hombres se de­rraman los dones celes­tiales... Gracias a la misericordia divina, nosotros tam­bién, hombres, hemos recibido la pro­mesa indefectible de la vida eterna." (Cateque­sis baut. 18. 29)